“El
fuego hace ver a la ciudad tan brillante…”, dijo en un susurro mientras clavaba
su fría mirada en las llamas que crecían en el horizonte. “Tan brillante…”,
repitió con un lento movimiento de sus labios. Yo, por mi parte, no podía
apartar la vista de ella, viendo su silueta desdibujada por las sombras de aquella
lejana luz que sus pupilas observaban. Con otro movimiento, también lento,
apartó su mano izquierda de encima de su pierna y la puso en el suelo, entre
los dos, con la palma hacia arriba. ¿Esperaría que la cogiera? Sí, era probable
que eso fuera lo que esperaba que hiciera. Así que acerqué mis dedos y, poco a
poco, fui rodeando los suyos según notaba el contraste de su fría mano metálica
respecto a la mía, humana.
Apretó mi
mano con delicadeza. ¿Tendría miedo? ¿O quizá se trataría de algún sentimiento
desconocido que rondaba por aquellos circuitos inexplorados? “Son como hormigas
huyendo de un hormiguero dominado por una lupa”, volvió a susurrar. ¿Se referiría
a las personas que estarían corriendo y chillando desesperadas? No lo sabía y
tampoco había forma de que lo supiera. Nos encontrábamos sentados en un pequeño
precipicio del bosque y, desde allí, la ciudad para mí no era más que un
incendio deforme. Un faro descontrolado que tiembla sin saber dónde queda el
océano. Pero quizás ella podía verlos, quizás con sus ojos robóticos podía
incluso ver las caras de terror de quienes se encontraban en medio del fuego.
Entonces, ¿por qué la seguí? Es más, ¿por qué diablos me sacó a mí de aquel
edificio y me llevó a un lugar seguro para más tarde traerme aquí? No había hecho
otra cosa que seguirla intentando saber qué demonios hacía con aquellos bidones
de gasolina. ¿Quizá pensaría que la comprendía? Porque si se había formado esa
expectativa, tarde o temprano me descubriría y seguramente me mataría. Porque yo
no la comprendía. Ni siquiera sabía qué la motivaba o qué sentía, si realmente
algo lo hacía.
Cerré
los ojos y me cortó el suspiro que iba a soltar con otra frase pronunciada por
su voz artificial. ¿Me había pedido que me quedase consigo? ¿Acaso era eso o tal
vez me lo había imaginado? Abrí los párpados y ahí vi su preciosa mirada mecánica,
clavada en mis pupilas. “Quédate conmigo, quédate a mi lado…”, repitió, como si
fuera consciente de que no la había entendido de buen inicio. “Quédate…”.
La
imagen de ella, de aquella desconocida con la que no había compartido nada más
que unas pocas palabras y horas contadas por milímetros y segundos, junto a lo
que dijo, me sorprendió. Pero no lo hizo tanto como el abrazo que me dio justo
en mi parpadeo, rodeándome con sus fuertes pero delicados brazos y hundiendo su
cabeza en mi pecho. ¿Estaría llorando? ¿Era eso posible? ¿O acaso ahora sí que
se trataba de una impresión que me había formado yo, muy lejos de la realidad?
Quizá simplemente pretendía hacerla más humana de lo que en verdad era. Quizá
simplemente eran cosas de mi cabeza. Pero un pequeño gimoteo procedente de aquellos
finos labios hizo que se desvaneciera de inmediato esa idea. Y yo ladeé la
cabeza.
El fuego
brillaba con intensidad, creciendo cada vez más. ¿Acaso nadie se encargaba de
intentar apagarlo o es que, por otra parte, lo que en realidad querían era que
todo quedase arrasado? Porque, en ese caso, ella solamente les habría hecho el
favor de haberlo iniciado. “En el fondo, sólo son, y somos, personas que
deseamos, de alguna forma, arder. Sólo que algunas desean hacerlo literalmente…”,
murmuré y noté cómo ella alzaba la vista para mirarme fijamente. Le devolví la
mirada y me pareció percibir sus ojos más brillantes (aunque no supiera
explicar la causa real de aquel líquido centelleo en su metal).