La
luna ha colisionado ante nuestros ojos y se ha difuminado en miles de
partículas incapaces de ser realmente retenidas en nuestra memoria; el sol se
ha apagado en un brillo de ojos muertos que resplandecen en la oscuridad ebria
de noche. Si al menos, tan siquiera, estas manos temblorosas pudieran
sostenerse en pie sin precipitar al vacío el primer vaso que se cruzara con
ellas, quizá, al menos, las palabras saldrían de sus yemas rotas a mordiscos
nerviosos.
Pero
aquí no hay nada más que zozobra en una certera incertidumbre acerca de un
porvenir sin por llegar. La lucha de las masas que conforman este pensamiento
sin sentido ni consistencia se encarniza con el rojo de los ojos y las mejillas
cansadas de llorar. Si al menos el vaso se sostuviera y se pudiera dejar quiero
en la mesa mientras los dedos intentan dibujar, sin éxito, unas letras, la
noche no parecería tan nocturna, pero las farolas están ahí, fijas, acusando en
naranja, como si no hubiera resguardo posible en el alba.
Y
el desvarío se generaliza en un malestar previo a su existencia, en una
búsqueda de explicaciones que no llegan jamás.
Si
al menos algo pudiera ser real, si al menos el veneno que cruza esta sangre no
derramada sin parar fuera de calibre mortal, cual bala que atraviesa, sin
sonido aparente, la calavera de quien yacía antes del disparo, puede que todo
hubiera terminado ya. Pero aquí no hay más que tristes papeles en miedo de la
oscuridad…
(Calma; en teoría la lectura debería durar hasta el minuto 1:15)