Las flores de espinas clavadas en las ramas de sus brazos atravesaban
la piel de quien intentaba acariciar su rostro, envuelto en hojas. Las raíces
de aquellos dedos, en antaño carnosos, profundizaban en el fango de una
superficie tan incorpórea como el alma de sus fuentes de vida, de las cuales
extraía el néctar para mantener la llama de su vista; para evitar que el cardo
que brotaba de sus finos labios se convirtiera en ceniza y volase propagando
una desdicha no escrita. Pues el tronco palpitante de aquella descrita no
guardaba otra cosa que tósigo disuelto en un sinfín de órganos descompuestos.
¡Y era tósigo, sí, lo que emanaba de esa ranura cerrada en párpados
escarlatas! Tósigo y ponzoña que brillaban bajo el peso de la gota que recorría
la mejilla ignota de ese semblante cubierto por hojas, cubierto por hojas y un
velo de espera, de espera eterna ante una muerte tan efímera como duradera
frente a las garras salvajes que arañaron sus piernas retorcidas con una
enredadera mustia.
Por
eso las caricias y dulzuras dieron paso a la marchita amargura, a la escasa
lluvia y a la brisa fría, que recorrían todos los rasguños de aquella corteza
cada vez más áspera y esquiva al efecto que pudo recibir algún remoto día;
convirtiendo tal corteza casi en piedra y maleza, en escollo y cantil a un
abismo sin fin y negrura eterna extendida a lo largo de las gélidas venas de
ajado cristal. Pues no había mano, ni siquiera temerosa, que se acercase ya a
ese Ídolo carcomido en vacío; ¡tal había sido la fractura que dicho ente había
padecido! Fractura perenne y constante en una ampliación de diversas variantes
que fecundan las ramas dignificantes de esa desoladora aflicción que, en sus
brazos, parece desarrollarse a través de unas ligeras semillas punzantes, de
las cuales, más adelante, acaba por surgir La flor que sus adversidades contrae.