Me gusta cuando las nubes parecen humo que vaga por un cielo estrellado
por un solo astro. Ver sus formas, dilatadas y desgarradas como trazos de
pinceles rotos que erran sin rumbo en un lienzo inacabado, e imaginar que no
hay imagen a la que se asemejen porque ellas mismas son su propio reflejo.
Me gusta cuando el viento mueve esas figuras de abstracta concepción
mientras a mí me mueve, o más bien arrastra, como a ellas, el tiempo en otro
espacio; menos tranquilo, menos calmado, pero más estable que sus tonos
grisáceos pendientes de oscurecerse o aclararse hasta perecer.
Me gusta la tarde, cuando los trenes circulan en vías dorsales donde
sus ruedas traquetean en una calma pasajera con voces de fondo; cuando todo
pensamiento puede disolverse en un sorbo y la exhalación emanar su olvido. Es
agradable ver esos cuadros indefinidos colgados en muros desemparedados donde
el sol, bien alto, brilla cual foco invisible sobre su escenario.