Es octubre. Las noches y las lluvias pasan, como el
Sol por las mañanas. Nada cambia más allá del frío, nada cambia. Las gotas
empañan mis ventanas, pareciendo ese ligero y húmedo rocío que siempre posee mi
alma, y mis dedos forman formas al azar en ese húmedo cristal.
Los truenos han sido las palabras más reales que he
escuchado en meses. Los rayos, las ilusiones que más he creído. He pensado en
ellos como todo aquello que he querido: ruido potente, belleza inminente y fuga
fugaz. Sin saber cuándo volverán o si los días pasarán y pasarán
hasta que alguno se digne a regresar.
Es octubre, sí, y nada cambia más allá del frío,
ahora también exterior. Mis manos se entumecen, confundidas, ante la lluvia que
cae y la escarcha que cubre mi interior. El hielo es profundo y quema, pero ya nada
siente mi corazón. Quizá ahora sea otoño, pero dentro de mí hace tiempo que
dejó de salir el Sol; el invierno eterno me rodea y mis palabras, ahora
carámbanos, murieron de congelación.
Yo no sé por qué intento luchar contra esta tormenta
si es lo único capaz de calmar mi cabeza, que se desespera y anhela. Las
emociones, como las flores que son, hace tiempo que se marchitaron y murieron.
Puede que sea octubre, pero aquí sólo es desolación; ruinas y cansancio
comprimidos habitan en este cuerpo exhausto y lleno de desesperación. Quizá la
música se fue hace aún más tiempo y sólo dejó este desconcierto, de notas rotas y solitarias como aquellas almas que sin rumbo vagan; como aquella Luna que
el cielo todavía guarda.
Las hojas, enrojecidas, caen y se disuelven en este
mar de sangre. Sus letras, no tardan en desaparecer y mueren sin ser relevantes.
Pues es octubre, y nada cambia: la pesadumbre prevalece y todo termina como
estas palabras.