Te escribo. Ya no sé desde dónde, ni cómo, ni por qué.
Pero aquí estoy, pese a no saber dónde me encuentro, escribiéndote. Las letras
no paran de morir en mi cabeza según surgen. Son como brillos fugaces de
estrellas que perecen en un instante. Y yo intento atraparlas, capturarlas como
buenamente puedo en este papel, a través de mis dedos. Pero nada, es imposible
hacerme con todas ellas. Supongo que su destino es morir, supongo que están más
vivas de lo que en su día creí, ¿pues cómo puede morir, sino, algo si no está
vivo?
En su momento pensé que esto no sería más que otra carta.
Tal vez, con suerte, algo importante, pero según la tinta mancha el blanco con
estas impresiones sólo puedo decir que no paran de generarse confusiones en mi
cabeza, en mis letras. Ni siquiera sé qué diablos hacer con tanta palabrería.
Pero aquí la ves. ¿Quieres, pues, que para repararlo te cuente alguna historia?
¿Quizá de cómo un individuo se perdió en su propia memoria? ¿Puede que
prefieras el viaje por un sendero oscuro, sin iluminación, donde nada importaba
tanto como los pasos que se iban dando? A lo mejor prefieres algo más alegre,
como una tarde tranquila llena de viajes en una mente que sueñe. Siento no
saber qué buscas, o no poder dártelo, pues lo conozco pero no lo hallo. O igual
no lo poseo. Podrían ser ambas cosas, o muchas de otras. Pero aquí estoy, como
bien he dicho, pese a no saber dónde me encuentro, escribiéndote.
Las letras, como dije, surgen. Y sé que son horribles.
Perdieron hace mucho sus buenas formas y modales, sus características
esenciales. Ahora sólo se encargan de buscar algún resquicio por el que
colarse. Y hay tantas grietas por donde pueden perderse hasta olvidarse…
Abismos incontables que resplandecen incesantes, tentadores, como ciertos
labios que aprendí a desconocer. Y, como yo, las letras se tiran y caen y caen
y caen, creyendo que algún día alcanzarán algo importante. Creyendo, como si no
hubieran aprendido nada durante todo este tiempo. Y puede que no lo hayan
hecho, pues ninguna ha vuelto para enseñarles su sufrimiento; sólo han caído
por un precipicio negro donde su tinta ha perdido sentido. Fundiéndose con su
entorno como si nunca hubieran nacido.
Y quizá aquí me hallo, precipitado, agarrando pedazos
rotos como recortes de un periódico, para formar una carta, quizá de auxilio o
de socorro, quizá de desespero o de entierro. Para lanzarla lejos, como si eso sirviera
de algo más allá de formar más confusión en un alboroto extraviado con ideas y
pensamientos acumulados. Y quién lo diría, pues yo no, que esto sucedería.
Historias muertas. Otros escritos abriéndose como capullos marchitos que se
abren. Flores enfermas que caen. Que caen… Pues se abren y de tanto abrirse se
parten, se desmoronan y se deshacen. Cenizas que se creen palabras, palabras
que se queman nada más ser pronunciadas. Y cartas extraviadas en las memorias
donde fueron procreadas. Anhelando algún día encontrar un destinatario que las
quiera, alguna correspondencia, pero sus sobres se perdieron bajo la marea.
El abismo se cierra. O esa impresión crea la noche, sin
estrellas, confundiendo el blanquecino cielo con la espesa agua negra. Puede
que llueva, mas mi piel está demasiado seca; las gotas sólo le formarán más
grietas. ¿Podría colarme yo por ellas? Quizá mi alma ya lo hizo y ahora no
encuentra salida. Quizá el abismo es interior y las gotas son lágrimas perdidas.
Aquellas que nunca salieron en su momento idóneo. Pero tampoco puedo confirmarlo;
no sé dónde me hallo, no sé qué diablos hago; sólo estiro la mano, como si pudiera ver mis dedos, esperando. Y puede, puede ser, que algún día, algo, o
alguien, la agarre y me arrastre. Aunque sea sólo para ayudarme a hundirme más
en este constante e infinito desastre.
(Añado aquí lo que sonaba mientras escribía.)