sábado, 19 de septiembre de 2015

IV

Te escribo. Ya no sé desde dónde, ni cómo, ni por qué. Pero aquí estoy, pese a no saber dónde me encuentro, escribiéndote. Las letras no paran de morir en mi cabeza según surgen. Son como brillos fugaces de estrellas que perecen en un instante. Y yo intento atraparlas, capturarlas como buenamente puedo en este papel, a través de mis dedos. Pero nada, es imposible hacerme con todas ellas. Supongo que su destino es morir, supongo que están más vivas de lo que en su día creí, ¿pues cómo puede morir, sino, algo si no está vivo?
En su momento pensé que esto no sería más que otra carta. Tal vez, con suerte, algo importante, pero según la tinta mancha el blanco con estas impresiones sólo puedo decir que no paran de generarse confusiones en mi cabeza, en mis letras. Ni siquiera sé qué diablos hacer con tanta palabrería. Pero aquí la ves. ¿Quieres, pues, que para repararlo te cuente alguna historia? ¿Quizá de cómo un individuo se perdió en su propia memoria? ¿Puede que prefieras el viaje por un sendero oscuro, sin iluminación, donde nada importaba tanto como los pasos que se iban dando? A lo mejor prefieres algo más alegre, como una tarde tranquila llena de viajes en una mente que sueñe. Siento no saber qué buscas, o no poder dártelo, pues lo conozco pero no lo hallo. O igual no lo poseo. Podrían ser ambas cosas, o muchas de otras. Pero aquí estoy, como bien he dicho, pese a no saber dónde me encuentro, escribiéndote.
Las letras, como dije, surgen. Y sé que son horribles. Perdieron hace mucho sus buenas formas y modales, sus características esenciales. Ahora sólo se encargan de buscar algún resquicio por el que colarse. Y hay tantas grietas por donde pueden perderse hasta olvidarse… Abismos incontables que resplandecen incesantes, tentadores, como ciertos labios que aprendí a desconocer. Y, como yo, las letras se tiran y caen y caen y caen, creyendo que algún día alcanzarán algo importante. Creyendo, como si no hubieran aprendido nada durante todo este tiempo. Y puede que no lo hayan hecho, pues ninguna ha vuelto para enseñarles su sufrimiento; sólo han caído por un precipicio negro donde su tinta ha perdido sentido. Fundiéndose con su entorno como si nunca hubieran nacido.
Y quizá aquí me hallo, precipitado, agarrando pedazos rotos como recortes de un periódico, para formar una carta, quizá de auxilio o de socorro, quizá de desespero o de entierro. Para lanzarla lejos, como si eso sirviera de algo más allá de formar más confusión en un alboroto extraviado con ideas y pensamientos acumulados. Y quién lo diría, pues yo no, que esto sucedería. Historias muertas. Otros escritos abriéndose como capullos marchitos que se abren. Flores enfermas que caen. Que caen… Pues se abren y de tanto abrirse se parten, se desmoronan y se deshacen. Cenizas que se creen palabras, palabras que se queman nada más ser pronunciadas. Y cartas extraviadas en las memorias donde fueron procreadas. Anhelando algún día encontrar un destinatario que las quiera, alguna correspondencia, pero sus sobres se perdieron bajo la marea.
El abismo se cierra. O esa impresión crea la noche, sin estrellas, confundiendo el blanquecino cielo con la espesa agua negra. Puede que llueva, mas mi piel está demasiado seca; las gotas sólo le formarán más grietas. ¿Podría colarme yo por ellas? Quizá mi alma ya lo hizo y ahora no encuentra salida. Quizá el abismo es interior y las gotas son lágrimas perdidas. Aquellas que nunca salieron en su momento idóneo. Pero tampoco puedo confirmarlo; no sé dónde me hallo, no sé qué diablos hago; sólo estiro la mano, como si pudiera ver mis dedos, esperando. Y puede, puede ser, que algún día, algo, o alguien, la agarre y me arrastre. Aunque sea sólo para ayudarme a hundirme más en este constante e infinito desastre.


(Añado aquí lo que sonaba mientras escribía.)