domingo, 6 de noviembre de 2016

XXXII - 43

Las flores de espinas clavadas en las ramas de sus brazos atravesaban la piel de quien intentaba acariciar su rostro, envuelto en hojas. Las raíces de aquellos dedos, en antaño carnosos, profundizaban en el fango de una superficie tan incorpórea como el alma de sus fuentes de vida, de las cuales extraía el néctar para mantener la llama de su vista; para evitar que el cardo que brotaba de sus finos labios se convirtiera en ceniza y volase propagando una desdicha no escrita. Pues el tronco palpitante de aquella descrita no guardaba otra cosa que tósigo disuelto en un sinfín de órganos descompuestos.
¡Y era tósigo, sí, lo que emanaba de esa ranura cerrada en párpados escarlatas! Tósigo y ponzoña que brillaban bajo el peso de la gota que recorría la mejilla ignota de ese semblante cubierto por hojas, cubierto por hojas y un velo de espera, de espera eterna ante una muerte tan efímera como duradera frente a las garras salvajes que arañaron sus piernas retorcidas con una enredadera mustia.
Por eso las caricias y dulzuras dieron paso a la marchita amargura, a la escasa lluvia y a la brisa fría, que recorrían todos los rasguños de aquella corteza cada vez más áspera y esquiva al efecto que pudo recibir algún remoto día; convirtiendo tal corteza casi en piedra y maleza, en escollo y cantil a un abismo sin fin y negrura eterna extendida a lo largo de las gélidas venas de ajado cristal. Pues no había mano, ni siquiera temerosa, que se acercase ya a ese Ídolo carcomido en vacío; ¡tal había sido la fractura que dicho ente había padecido! Fractura perenne y constante en una ampliación de diversas variantes que fecundan las ramas dignificantes de esa desoladora aflicción que, en sus brazos, parece desarrollarse a través de unas ligeras semillas punzantes, de las cuales, más adelante, acaba por surgir La flor que sus adversidades contrae.