miércoles, 27 de abril de 2016

A una reminiscencia

Un relámpago… Noche. Fugitiva beldad
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

Los versos se repetían una y otra vez en la cabeza. “Un relámpago… Noche”. La tormenta amenazaba con nubes grises y centelleos espontáneos en el cielo nocturno. “Fugitiva beldad”. Las imágenes pasaban por la memoria, cual tren de cercanías. “¿…no he de verte jamás?”.
Rostros, caras, miradas, pupilas expresivas y olvidadas en la laguna que la cabeza guarda. Todo circulaba como remotos fantasmas, translúcidos y a la vez de forma clara. Cual espejismo, ilusión, que la mente provoca y guarda para anhelar hasta el día de mañana. Día con llegada opaca.
Gestos, movimientos, una brisa, quizá, acariciando con timidez un cuerpo, una mejilla, el pelo de una persona ajena. Una estación en la memoria, unas pisadas que el oído evoca y una risa que los ojos retienen sabiendo que no hay ninguna otra, aunque su imagen sea sorda. Un ligero desliz en la comisura, un ligero roce de yemas, con dulzura, y un suspiro pasado que todavía dura.
¿Cuánto hará de esa vaga evocación? ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido desde ese momento? ¿Acaso semanas?, ¿meses?, ¿quizá años? De verdad, ¿tanto tiempo? Los ojos recuerdan el rostro, los labios el sabor, y el cerebro la remembranza de aquel instante de tiempo indefinido. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido…? Los dedos buscan el recuerdo y acarician el aire, sombrío. El labio titubea y la palabra, como entonces, se esconde perecedera, para morir, a solas, en cualquier recoveco oscuro de la cabeza. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo…? El temblor conlleva el estremecimiento y las manos ocultan una máscara rota por el sufrimiento. ¿Cuánto…?
Un trueno, a lo lejos, quiebra el silencio y el pensamiento. “Un relámpago… Noche”, se repite el verso. “Fugitiva beldad”… Enmudecimiento. “Cuya mirada me hizo,”… Los labios aspiran despacio. “…de un golpe, renacer”… Llueve. “¿Salvo en la eternidad, …” Retemblando, la boca, suspira otra vez. “¿…no he de volverte a ver?”.

domingo, 17 de abril de 2016

Equipaje

Unas fotos viejas de viajes, descoloridas, unas botas desgastadas y pinceles rotos. Ropa sin importancia y un cuaderno a medio empezar, con lápices sin apenas punta. Una goma que desdibuja y un reloj sin cuerda ni batería, detenido eternamente a una hora concreta del día, colgando de la mochila. La chaqueta de mil bolsillos llenos de nada, como los bolsillos de aquellos pantalones, desgarrados por el uso, que perdieron la cartera por culpa de una mano que la arrojó con desdén. Y algo que cubra la mirada de ese cuerpo que arrastra su cuerpo arrastrando una maleta parcialmente vacía.
Unos billetes para el trayecto, sin saber demasiado bien si son de tren o dinero, y unas mangas de jersey que cubran el frío de los dedos; los guantes se perdieron con el fuego que quemó todos los demás recuerdos. Las hojas arrancadas de antiguos libros, con escritos y añadidos, y algún pequeño objeto que no produzca brillo por sí mismo. Un viento que acaricie la cara, humedezca los ojos y desgarre los labios, y unos pasos decididos que avancen en cuanto suene, a lo lejos, un último pitido.

domingo, 10 de abril de 2016

Como un gato

I

–Te he engañado.
Quizá fue por la tardía hora a la que se dijeron esas palabras, o por las luces parpadeantes de las farolas que atraían a las polillas, haciendo que revoloteasen bajo su luz sombría, o puede que fuera por el lento goteo de la ducha todavía húmeda por su reciente uso, pero el silencio parecía absoluto.
Las palabras habían resonado en la habitación pero era como si nadie las hubiera escuchado, ni siquiera quien las había pronunciado; flotaron en el aire y se dispersaron en él, como un suspiro fugitivo que pasa imperceptible incluso para aquellos labios que lo aprisionaban. Fue por ello que, seguramente, se volvieron a repetir, pero en esta ocasión más despacio, como saboreando, con cierto amargor, cada uno de esos vocablos, cada una de esas sílabas, cada una de aquellas letras que se arrastraban tras su consecuencia en un intento de alcanzarla para no quedarse abandonadas, como si nada, con su propia desolación. Pero, nuevamente, no hubo respuesta alguna.
Los ojos buscaron los otros ojos, culpables, arrepentidos, como si con una mirada obtuvieran el perdón, como si en una mirada pudieran leer aquella respuesta que anhelaban pero que no obtenían a través de la voz. Mas el silencio se incrementaba y esos ojos, que buscaban otros ojos, no hallaron nada en la ajena mirada. Y la respiración se aceleró, poco a poco, temblando.
–¡Ódiame! –exclamó quien se había confesado hacía unos momentos– ¡Grítame, déjame, pero dime algo!
Mas, nuevamente, no hubo respuesta alguna. Al menos no hablada, pues los brazos de quien callaba rodearon el cuerpo de quien confesaba que, debido a ese abrazo, sintió cómo su interior se deshacía en lágrimas, de odio, de ira, de incomprensión y rabia. En lágrimas que no sabía cómo expresar en actos o palabras. Y temblaba, de emociones que le embriagaban pese a la calma que le sujetaba.
Los labios sollozaban. Los párpados se cerraban, húmedos como esa ventana vestida de lluvia. Y la oscuridad de la habitación descendía según los nubarrones se hacían más presentes en esa noche desteñida. El viento, que ululante silbaba a través de los rincones que encontraba, gemía como lo hacía el llanto de quien entre lágrimas se derrumbaba; y el temblor, tanto por el frío externo como interior, menguó.

II

“¿Por qué…?”, se llegó a discernir minutos más tarde. “¿Por qué…?”, se repitió en voz trémula, como si fuera un pensamiento fugaz que corretea encargado de romper, de forma disimulada, el silencio. “¿Por qué…?”.
Las pupilas de quien envolvía el cuerpo ajeno con su propio cuerpo se posaron en el pelo de aquella cabeza escondida en su pecho. Y sus labios, agrietados, se abrieron despacio.
–Como un gato –dijo, como si soltase el vaho de su boca–. Dije que te querría como un gato –continuó, poco a poco, mientras notaba cómo el rostro de quien se apretaba contra su cuerpo se movía, quizá en sueños, quizá para escuchar mejor lo que decía–. Eso implica que tú vives tus momentos, ya lo sabes, como yo los míos; y a veces, en ciertas ocasiones, éstos se entremezclan –la voz que hablaba era suave, pausada, tan tranquila como aquella mano que acariciaba sosegadamente la espalda–. Yo por eso no te quiero menos, como dudo que tú fueras a hacerlo, pero que esté contigo no implica que seas de mi propiedad; como yo tampoco lo soy de la tuya. Te acompaño y nos hacemos compañía, agradable compañía, pero eso no quita que cada uno tenga su vida. Por ello, lo que tú puedas considerar engaño, yo así no lo trato. Y no deberías culparte por ello: has disfrutado de una experiencia, ¡y eso está bien!, más faltaría, y yo he disfrutado de tu confianza al querer compartírmela.
Silencio.
–No hay más –prosiguió con un tono más bajo–, por algo así… no te tienes que preocupar.