domingo, 22 de febrero de 2015

Oliver

Las ramas se mecían bajo el viento que ululaba entre sus hojas como la brisa lo hacía con algunos mechones castaños de Oliver, quien se encontraba tumbado en el césped con los ojos clavados en el extraño baile de los árboles. El calor del día le adormecía poco a poco, pero se resistía a ello intentando distraerse con el sonido de algún pájaro o el de algún motor lejano que pasaba por ahí. Las nubes, que momentos antes habían navegado por el enorme mar aéreo, habían desaparecido sin dejar rastro junto a las voces de la ciudad, que parecían haber enmudecido por arte de magia. Pero eso no le preocupaba, él seguía disfrutando de su cómoda escena.
El aire, que entró por la nariz de Oliver en una gran inspiración antes de ser soltado en un tranquilo suspiro, pareció ser acompañado de ideas que permanecieron en su cabeza. Pensó que podía levantarse y así asegurarse el no dormirse, correr hacia ninguna parte como solía hacer muchas veces, adentrarse en la oscuridad de aquel bosque que tenía delante, guiado únicamente por el piar de aquellas aves invisibles, o también ir en dirección contraria: hacia las casas que se difuminaban en la lejanía. Pero también podía seguir como ahora, bajo el riesgo de ser vencido por la modorra, o buscar cualquier nueva distracción con el simple hecho de cambiar su posición. Pero no quería, o eso parecía, así que siguió pensando en todas esas opciones mientras sus párpados se iban cerrando lentamente. Podía, podía y podía. Parecía que no le faltaban posibilidades, ¿pero y las ganas? ¿O, por decirlo de alguna manera, el vencer a su supuesta pereza? Eso ya era más complicado y por ello, antes de quedarse dormido, prefirió darlo todo por terminado y, de entre todas sus alternativas, decidió escoger la definitiva de poner un punto. Y el escenario cambió.
Las gaviotas graznaban por encima de su cabeza rompiendo el sonido de las olas rotas en la orilla. La arena, calentada por el día que ya terminaba, rodeaba cada vez más su cuerpo aunque él no lo viera. Su respiración seguía plácida y lenta, incluso cuando notó cómo sus pies eran mojados por aquella fría agua salada, que trepaba por sus piernas según el Sol se hundía en la marea. ¿Quizá eso era lo que hacía que ésta subiera? Oliver no lo sabía, pero le gustaba esa idea: pensar que el Sol se apagaba por el agua y que por eso la oscuridad reinaba; que, mientras el mar guardaba la estrella en su interior, la Luna hacía una guardia nocturna como un sustituto del Sol. El cómo se encendía luego otra vez el astro le traía sin cuidado, pensaba que darle una explicación a eso estropearía su cuento. Es por ello que siempre lo dejaba incompleto, una historia donde, al final, sólo quedaba una noche eterna.
El agua ya alcanzaba los hombros de Oliver y él notaba las puntas de su cabello moverse como las ramas de los antiguos árboles, así que cogió aire y dejó que el mar le cubriese. Una vez hecho, abrió los párpados y observó, desde debajo de esa capa líquida, un mundo borroso, oscuro y ondeante. Su cuerpo había sido enterrado bajo la arena húmeda y sólo podía mover la cabeza que, sumergida, contemplaba cómo la amarillenta estrella enrojecía y enrojecía según se ahogaba para terminar convertida en una especie de enorme esfera negra que se hundía, muerta. ¿Entonces su historia condenaba al astro o era él mismo que se veía reflejado en ese sombrío mundo subacuático? Quién sabe, al final sólo quedaba una noche eterna y un cadáver.
La imagen lo superó y no lo soportó, soltó todo el oxígeno en un chillido sordo e intentó mover los brazos para nadar a la superficie. Pero éstos estaban enterrados por la arena, aferrados bajo tierra. Oliver pensaba en qué podría haber ocurrido para que, de todas las anteriores opciones, ahora ninguna se hiciera presente. Pero ante la falta de respuestas y alternativas sabía que debía volver a cambiar el escenario. Así que decidió poner un nuevo punto, pero éste lo echó de su mundo.
Y ahí se encontró de nuevo, con la respiración agitada y el sudor mezclado con lágrimas, frente a una pantalla llena de letras. Recapacitando en cómo podía continuar todo, si es que se atrevía a volver a esos insanos mundos que siempre le parecían idílicos de buen inicio aunque tarde o temprano se viera abocado a sus precipicios.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Desvaríos

Quisiera (volver a) sentir la blanca arena crujir bajo mis patas de invierno. Mas ahora sólo hay hueso, vacío de su tuétano de sentimiento, convertido en un mero desperdicio desprovisto de aquello que debería estar recubriendo según se hiela por momentos. Las carcomidas y pútridas carnes que una vez lo recubrieron se desprendieron hace tiempo, pérdidas en mitad de un trayecto sin regreso, pues los pasos fueron envueltos en fango y cubiertos por un hielo extraño que, por mucho que arañase o golpease, sólo lograba mancharlo de mi oscura sangre. Quizá fuera cierto aquello de que somos presos de nuestros caminos, aunque éstos fueran andados sin sentido. Y ahora que mi mirada se clava en la bóveda y contempla las estrellas caer sobre mi rostro para derretirse en mis mejillas, siento cómo algo grita. El problema es que sólo es el eco de una antiquísima y ya lejana dicha.

[? Manuscrito de El vagamundos]