domingo, 18 de enero de 2015

Silencio

“Los árboles se deshojan y lloran caducos como nuestros silencios.”

Es curioso cómo, ahora que hay un silencio indefinido, añoro aquellos que teníamos; no pensé que uno de tan grande me fuera a afectar tanto. Los de antaño eran nuestros e interpretables, pero éste… simplemente cae para permanecer en lugar de desvanecerse.
Hoy ha llovido. Y yo ya no sé para qué o para quién escribo. Cada vez estoy más disperso, como los fragmentos de las gotas que estallan al colisionar, sólo que en mi lugar, a diferencia de ellas, ninguna pieza parece unirse para formar una más grande y nueva. Simplemente son cristales punzantes que no parecen poder repararse. Y eso me entristece.
Me he empapado de arriba abajo; mi sombrero, mi chaqueta de cuero e incluso mis zapatos viejos. No se ha librado siquiera la pequeña libreta en la que se han iniciado estas letras. Me he sentado en un banco, o al menos eso he imaginado, notando cómo el frío del agua escalaba por mi espalda e invadía mi persona, para luego sacar un lápiz y empezar a escribir. Las páginas se mojaron poco a poco y todavía siguen húmedas. Es como si se impregnasen de unas lágrimas que se niegan a marchar, a evaporarse y abandonar estos papeles. Igual es porque expresan lo que sienten, pues en aquellos momentos, a pesar del cielo grisáceo y las ramas desnudas que intentaban alcanzarlo, sólo había tristeza. Una tristeza extraña y tiesa, como si estuviera congelada y yo tuviera que cargarla a la espera de que se derritiera. Pero nada, cada vez era más fría y pesada.
Las pequeñas notas de una melodía sonaban en mi cabeza en armonía con la lluvia. Era como estar encerrado en una bola de cristal con cajita de música incluida. ¿Pero de qué servía todo eso? En esos lugares tan frágiles todo suele ser bonito y casi perfecto, a pesar de lo que puedan significar si no se ven desde dentro, pero aquí sólo hay descontento. Es como si desde que aparecieron los nubarrones ya nada pudiera entrar o salir, ni siquiera vivir. Y yo ya no sé qué hacer aquí. Espero mientras el tiempo sigue corriendo. Espero mientras veo cómo todo va envejeciendo. Espero mientras noto cómo me quemo por dentro y sólo se queda el desaliento debido a que los ánimos salieron en suspiros cenizos. Espero y sueño.
Miro mis manos bañadas de negro y no sé si es el carboncillo de escribir desgastado o el hollín que he ido exhalando, pero en mi cabeza sé que la melodía que sonaba desde el pasado está llegando a su final y dejará a la lluvia sonar sin compañía. Será otro silencio que se sumará a la pila. Así que me levanto y miro a mi alrededor: todo sigue igual, intacto, como un decorado hecho a mano por algún artesano (aunque éste lo haya abandonado inacabado), y pienso en los árboles y en cómo se deshojan y en cómo lloran caducos como…
Silencio.
Y ahora tiemblo de ausencia y me resigno en una sonrisa hueca por haber soltado letras que forman palabras demasiado sinceras. Tiemblo, y no es por el frío que se provoca a sí mismo, es por aquel que si pronuncias, desaparece, engendrado por lo ausente a pesar de que, paradójicamente, sí se encuentre presente en mi mente. Tiemblo, fantaseo y quiebro instantes. Irrealidades congeladas en bolitas de nieve.

sábado, 10 de enero de 2015

Abismo

Cierras los ojos, recorriendo las callejuelas que en tu interior albergas, escuchando cómo los adoquines resuenan bajo las pisadas de tus botas viejas, cada vez más rápidas, cada vez más pesadas, como si buscasen, como si persiguieran, como si fueran éstas las que están siendo acorraladas. Pero no hay nada más que una baja niebla, una fantasmagórica tiniebla que difumina todo lo que se encuentra más allá de dos palmos y deforma los gigantescos edificios de piedra que se funden en la negra bóveda, tornada noche sin estrellas.
Tus pupilas recorren raudas cada pasillo, cada callejón, y una risa resuena a lo lejos a pesar de parecer provenir de tu interior. Como un eco incesante que retumba entre los muros para clavarse en tus oídos, los cuales sangran una tinta oscura y pegajosa que delinean las grietas de tus huellas, impregnadas en las frías farolas polvorientas. ¿Será tu cordura machacada y licuada?, piensas, pero tu respiración aumenta y sabes que debes correr; no puede atraparte aquella risotada que te hace enloquecer.
Los charcos, medio congelados, se rompen bajo tu peso, como finos vidrios, como espejos maldecidos que reflejan tu figura en mil trayectos y posturas, según caen de nuevo al suelo y son salpicados por su esencia translúcida y líquida, que recorre su superficie como las cálidas lágrimas lo hacen en tus mejillas. Las risas se detuvieron hace tiempo, pero desconfías de aquel paraje que, por mucho que avances, gires o camines, permanece inmutable. Pues incluso tus dedos impresos siguen en los mismos puntos, iluminados bajo las blanquecinas luces parpadeantes de aquellos faroles mugrientos.
Y sólo ves una solución.
Tus párpados son separados por tus propios dedos. La confusión del momento te aturde de nuevo. Y exhalas grandes bocanadas de aire para recobrar el aliento. Pero todo está oscuro, sombrío, apagado, como si te encontrases detenido en la caída de un abismo. Como si esto fuera el delirio y lo anterior la realidad, aunque ambos lugares se vean cargados por la falsedad, una quimera de apariencia tan verdadera como el mordisco que te acabas de proporcionar en tu palma sangrienta.
Aprietas el puño, la sangre gotea. Te levantas del camastro, éste desaparece y la pesadilla te rodea. ¿Qué es real?, te preguntas, ¿qué es ficción?, gritas en tu mente. Y notas cómo tu pecho se oprime. Tu corazón, bombeante y latente, que ignorabas por completo que siguiera ahí presente, empieza a doler, retorciéndose como un nudo en las manos de un marinero. Y entonces comprendes.
Los demonios y monstruos que no son otra cosa que tus pensamientos macabros encerrados en un tarro rojo, escupen su bilis mientras lo arañan para intentar escapar, para intentar perforar tu torso mientras éste se desangra y despedaza. Y los cuervos que graznan y picotean desde el interior de tu cabeza, no quieren otra cosa que abrir una brecha por la cual salir chillando en una nube de plumas negras. Las heridas internas no sanan y sólo derraman más sangre y lágrimas, gritos ahogados en sogas falsas de las cuales penden cadáveres vivientes, todavía calientes a pesar de estar rellenos de un vacío congelante. Y las rodillas ceden ante la inmensa oscuridad, postrándose ante ella, desesperadas, aunque sea ésta la que las acune y envuelva como si fuera un manto envejecido por el tiempo, a pesar de no tener ningún desmejoramiento ni ninguna intención de atenuar tu sufrimiento, haciendo inútiles todos tus intentos de enfrentamiento.
Y abres un ojo y cierras el otro; uno lleno de oscuridad y el otro de calles lóbregas, ambos ciegos y ambos videntes, pero ninguno de ellos cuerdo lo suficiente.