lunes, 28 de julio de 2014

Impotencia

Llovía. Las nubes de tormenta hacían más oscura esa noche sin estrellas y los faros del coche apenas iluminaban dos palmos de ese asfalto cubierto por una densa y baja niebla. La gotas que caían del cielo repiqueteaban contra los cristales, como si tuvieran por misión romper el silencio, antes de ser dispersadas por el limpiaparabrisas y el viento. Y, poco a poco, la carretera se adentró de forma cada vez más zigzagueante en el bosque de aquella montaña, obligándome a moderar la velocidad del auto. Pero las ruedas resbalaron y el coche volcó.
Me golpeé la cabeza con el volante y el aturdimiento hizo que todo me diera vueltas. Como pude, me arrastré por la ventana rota y salí del vehículo accidentado. La lluvia seguía cayendo, persistente, y el suelo se encontraba enfangado.
Desorientado, me llevé la mano derecha donde noté que había recibido el golpe y miré mis dedos manchados de rojo: sangraba por la frente. Pero eso era lo que menos me importaba en aquel momento; la luna se había roto y el asiento del copiloto estaba vacío.
En un intento de mantener el equilibrio, me incorporé lo más rápido que pude para empezar a mirar hacia todas partes. Tenía que encontrarla. Tenía que saber dónde estaba. Tenía que socorrerla, ayudarla.
Mis ojos buscaron desesperados en mitad de la negrura hasta que miré al árbol de enfrente, iluminado gracias al único faro que quedaba encendido de forma parpadeante, y vi su cuerpo tendido en el suelo. No dudé y, a pesar de la torpeza que invadía mis movimientos, corrí hacia ella para echarme al barro y sostenerla entre mis brazos.
–No me abandones… –le dije abrazándola con fuerza–. Debes seguir aquí…, conmigo –las palabras eran cada vez más difíciles de pronunciar debido al nudo que se formaba en mi garganta–. L-lo solucionaré. Lo solucionaré todoPero aguanta, por favor… Aguanta.
No respondió.
La apreté con fuerza contra mí. El frío y la humedad de su cuerpo manchado de tierra y sangre me caló hasta los huesos antes de seguir hablando, entrecortado, según la vista se me nublaba a causa de las lágrimas que empezaban a brotar de mis ojos.
–No, no te mueras –le repetía suplicante–. No, no lo hagas… Debes aguantar, debes seguir aquí conmigo. ¡Debes…!
La voz se me cortó de golpe, mis puños se aferraron a su húmeda ropa y, el aguante que retuvo la impotencia de saber que no podría hacer nada con solo verla bajo el árbol, se rompió en forma de llanto. Un llanto desesperado y desolado. Un llanto que provocaba que abrazase con más ímpetu su cuerpo inerte, como si eso fuera a solucionar algo. Un llanto que sabía perfectamente que todo era inútil.
Y ahí me quedé: desconsolado y llorando en mitad de esa lluviosa oscuridad. Y, por primera vez, totalmente solo, perdido y roto.






(Relato leído por Elena)

lunes, 21 de julio de 2014

Sueños de luciérnagas

Otro trago del alcohol agrio de esa copa barata me devolvió a la realidad. A ese pozo apestado de almas rotas que pretendían reencontrar sus fragmentos en el fondo de alguna botella. Botellas que pedían auxilio al vacío mientras su contenido era vertido y consumido por bebedores que se ahogaban según eran embriagados con su sabor; un sabor que se perdía entre las luces parpadeantes del exterior, entre aquellos neones brillantes de colorido que cautivaban los ojos rojos de los borrachos ahí reunidos y perdidos, como si buscasen explicaciones a través de unas ventanas llenas de mugre que parecen burlarse de la insistente lluvia que golpea su superficie.
Los dedos juegan con un cigarrillo apagado a medio consumir. Lo desmontan poco a poco y llenan la barra de su tabaco, dispersándolo como mis pensamientos. Unos pensamientos que viajan de un lado para otro, divagando entre presente y recuerdo; espacios temporales fusionados en uno en el momento justo que la garganta que ardía se suaviza y fatiga a los párpados.
La oscuridad de los ojos cerrados trae la música. Y la música trae la claridad; un punto blanco que centellea y se incrementa en medio de las tinieblas mentales antes de apagarse súbitamente.
Un peso cálido en el hombro hace que gire la cabeza despacio para toparme con aquel rostro de astutos ojos que se graba en las pupilas, que se clava en la mente. Tan profundo que duele. Pero sus labios, acompañados de una guitarra de fondo, detienen el dolor. Y mi mirada, aturdida, solamente ve borrosas luciérnagas hechas con el fuego de las candelas antes de alarmarse por un cuello que siente un ahogo repentino. Un sofoco producido por aquella boca que ha dado un sorbo automático al líquido adulterado.
Y la realidad choca. Choca, colisiona y perfora. Destroza mi alcoholizada cabeza que se consume como la cera de esas anheladas velas que ahora navegan en el pasado, ardiendo con unas llamas que ondean a base de suspiros extraviados. Y contemplo aquel cristal, ahora libre de licor. Titubeo, dudo, pero antes de que el sollozo se abra paso, pido que rellenen de nuevo el vaso para dar otro trago.

domingo, 13 de julio de 2014

¿Imaginario?

–Qué tiempos, ¿eh?
–Ajá…
–Pero supongo que tarde o temprano debía ocurrir, nada es eterno.
–No viniste al funeral.
–Me surgió un imprevis…
–Julia también tenía planes y los aplazó todos con tal de venir.
–Ella siempre ha sentido debilidad por ti… –dijo a lo bajini, más para él mismo que para Sam–. Lo sé. Me llamó al finalizar el funeral y me contó cómo fue.
–Silencioso.
–Lo sé.
–Andrew lloró y se fue. Julia no lo detuvo.
–Sobre eso me gustaría hablarte.
–¿Sobre Andrew?
–Más bien sobre todo lo que a ti respecta.
–¿A qué te refieres?
–Julia me llamó porque estaba preocupada por ti.
Sam alzó la vista de la fotografía que sostenía entre sus manos para mirar a John, quien para variar tenía parte del rostro oculto por la sombra de uno de sus sombreros. ¿Quizá quería esconder su dolor para que no se desmoronase?
–El ataúd estaba vacío, Sam. Ben, al igual que Andrew, han sido siempre producto de tu imaginación.
–¡Vosotros los veíais!
–Éramos críos. Te seguíamos el juego. Julia se ha preocupado porque opina que esto empieza a ir demasiado…
–¡Mientes!
–Ya me gustaría a mí estar mintiendo… Lo pasábamos bien.
–P-pero… –Volvió a bajar la vista, sus ojos estaban llorosos.
–Shh…, tranquilo. –Respiró hondo–. He traído conmigo a una persona. Puede ayudarte.
–¡No necesito ayuda!
–Oh, Samuel, cálmese por favor –dijo un tipo que acababa de entrar.
–Él es el doctor Matthew.
–Usted puede llamarme Matt, si así lo prefiere.
–Te ayudará. Te llevará con él y…
–¿¡Q-quieres ingresarme en un loquero!?
–No, no, Sam. En absoluto. ¿Qué clase de amigo haría esto? Simplemente será hacerle unas visitas, hablar con él de vez en cuando y ya está. Nada más.
–Exactamente. Es parecido a quien hace recuperación por un hueso roto. No tiene ninguna complicación, ya verá.
–¿Por qué haces esto, John…?
–Por ti –calló un momento–. Y por Julia.
Sam tragó saliva. La verdad es que Julia parecía afectada en el funeral. ¿Sería por él en lugar de Ben? La verdad es que recordaba haberla pillado mirándole mucho esa mañana durante el entierro. Tenía lógica, pensó. Quizá sí era lo mejor. Volvió a tragar saliva y dejó el marco encima de la cómoda.
–Por Julia… –repitió Sam.
–Venga por aquí. Le llevaré en mi coche para llegar antes.
Matthew le rodeó con su brazo y lo acercó a él para ayudarle a caminar hasta la salida. John se quedó a solas y miró la fotografía. En ella aparecían ellos tres: Sam, Julia y él. Junto a dos siluetas más: Ben y Andrew.

martes, 1 de julio de 2014

El hada de cristal

Su delicada y pequeña mano acarició con lentitud la frágil superficie, recorriéndola de arriba abajo. El tacto era frío, su contorno quebradizo y el material translucía. Como si se tratase de una gota de agua, una lágrima perdida en una tierna mejilla.
Las puntas de sus dedos no alcanzaron el final del recorrido; debía agacharse para continuar, pero no se molestó. Ya conocía de sobra aquella figura.
Ladeó levemente su cabeza, rozando con su puntiaguda barbilla la tela azul celeste de su vestido, y admiró con tristeza sus diminutas alas de libélula, que, como siempre, tenían un pequeño centelleo azul que brillaba cuando se movían. Además de dejar un ligero polvo que parecía refulgir mientras caía. Pero sólo se trataba de una mera ilusión; su polvo había acabado por desaparecer con el paso del tiempo y ahora, lo único que veía, era un recuerdo revivido en su cabeza.
Una sonrisa amarga se formó en la comisura de sus pequeños labios. El fulgor de sus alitas se apagaba según pasaban los días. Aunque no tenía miedo, ya no tenía miedo de lo que le pudiera ocurrir. Sabía a la perfección que tarde o temprano llegaría esta fecha y, no sin resignación, se sentía preparada para ello.
Poco a poco, como si estuviera en mitad de un ritual conocido únicamente por ella, se sentó en el suelo y miró al frente. Clavó su ensombrecida mirada en un desconocido horizonte y esperó en silencio. Un silencio en mitad de aquella creciente oscuridad que le hacía divagar entre sus malas memorias.
Malparado el día en que el viento la arrastró a ese lugar dominado por hombres de extrañas actitudes, encontrándose con aquel que la apresaría. Aquel que la apresaría para luego perderla, junto a su vida, en aquella tempestuosa tormenta marítima sin llegar a liberarla antes de la desgracia y, de esta manera, condenándola. Condenándola a hundirse junto al navío en las profundidades de aquel océano olvidado, atrapada en esa pequeña botellita de cristal que apestaba a alcohol barato, hasta que su vida, como su brillo, se apagase en un último hálito.