miércoles, 3 de diciembre de 2014

Su mundo era lluvia

Su mundo era lluvia. Y a veces, en ésta, se perdían mis lágrimas.
Quedaron muy atrás las noches en vela donde observaba bajo la terraza, las madrugadas donde las nubes se vislumbraban al inicio del alba antes de retirarnos a la cama. Quedaron muy atrás, perdidas entre esas aguas encharcadas en las que, de tanto en tanto, todavía me tiro para recordarlo. Quedaron atrás, demasiado atrás.
Su mundo era lluvia, sí, y cómo diluviaba. Caían centenares, millares de gotas a todas horas. Y qué precioso era todo. Como su rostro, empapado, que a veces se frotaba contra el mío para invitarme a visitarlo. O sus manos, suaves, que con la delicadeza que su agua le otorgaba acariciaban las mías para cogerlas y acercarme a ella y, así, poder acariciarla yo también; aunque sólo ocurriese cuando cerrásemos los ojos y entreabriésemos nuestros labios, llenos de suspiros.
Pero qué necio fui. Necio o poco precavido. Pues no predije que, de tanta agua, acabaría ahogado en aquel diluvio. No lo supe ver y dejé que me empapase de su melancolía, de su dichosa desdicha y de aquella tristeza tan bonita convertida en poesía. Permití que me guiase con su voz, cargada de emoción, que leía letras de otros sitios y tiempos, hacia las puertas de lo que parecía ser el núcleo de su sentimiento. Y yo entré, sin y a la vez con miedo, sabiendo y sin saber lo que podría y conllevaría eso. Entré, y no me arrepiento.
Su mundo era lluvia. Y, por suerte o por desgracia, me encantaba mojarme en ella, disfrutar de aquel rincón único que guardaba en su interior y refugiarme hasta que me calase en los huesos. Y bien que caló, sí, bien que caló; tanto que todavía no se me quita el frío y yo tampoco lo permito. Me abrigo en mis brazos en ausencia de los suyos y recuerdo esos momentos juntos, esa soledad compartida en la oscuridad de una habitación donde el único brillo era el de una luna que se escondía entre nubarrones, amenazantes pero encargados de hacer ese mundo posible. Recuerdo esos ojos felinos llenos de astucia y esas palabras justas que guardábamos en nuestras cabezas. Recuerdo, recuerdo y recuerdo, y miro al frente, viendo sin ver, pues mi mirada se encuentra perdida entre miles de gotas que, en mi triste memoria, no dejan de caer.



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