sábado, 15 de noviembre de 2014

Grietas

“Un sillón. Alguien sentado. Mis pies avanzando. Y nadie. La oscuridad vuelve a hacer invisible todo aquello que se encontraba tras ese mueble desconchado.
La temperatura baja ante esas estrellas congeladas en el techo, puntos fijos pero lejanos incrustados en un cielo falso, que tiritan; aunque no se sepa si es de frío o por su tenue brillo.
Mis dedos de madera, propios de una marioneta que sin su titiritero se queda quieta, se congelan y cierran. Y una garra aferra mi muñeca.
Mis ojos tiemblan, pero no me atrevo a ladear la cabeza. La extremidad proviene de aquél trono deteriorado y sus uñas, irregulares, se me clavan para serrar mi carne. Llenándose de una cálida sangre que supuestamente me pertenece.
Intento moverme, pero mi cuerpo no responde y una segunda zarpa aferra mi puño cerrado, el cual abre y, tras un susurro inteligible que mi mente apenas percibe, mis dedos se parten como si fueran de una escultura de hielo viviente.
Observo cómo los pedazos caen y se hunden. Una fisura se abre paso en mi brazo, dividiéndolo según se alarga, y despedaza mi alma, dejando el cuerpo como una sucia carcasa agrietada.
Y el vacío y el dolor, y la oscuridad y el temor, y todo aquello que me tenía atrapado se filtra dentro, penetrando por los huecos, rellenando con un desierto vacuo, que arde con un fuego blanco y grisáceo desgastado, aquel nuevo pero viejo espacio desocupado.
Y abro unos ojos cerrados, consumidos, apagados, que contemplan, cansados, un reloj descompuesto que resuena a lo lejos.”


[ Manuscrito de El vagamundos]

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