viernes, 24 de octubre de 2014

¿Alguna vez has visto a las mariposas de fuego?

El hombre se sentó al borde del pequeño escenario adjunto a su carromato y miró a quienes se había reunido a su alrededor. Parecía extrañado por el interés que había generado, pero sabía que no debía desaprovecharlo.
–Y bien –empezó a hablar–, ¿alguna vez han visto a las mariposas de fuego?
La pregunta causó una pequeña conmoción. ¿Mariposas de fuego? Nadie sabía qué era aquello. Pero las imágenes que empezaban a cobrar forma en las mentes de los oyentes no eran ni mucho menos que formidables, en todos sus sentidos. Desde bestias enormes devora-hombres hasta pequeños seres imperceptibles. El tipo sonrió y, con un giro de muñeca que simulaba coger una manzana invisible en el aire, chasqueó los dedos para captar la atención de los presentes.
–Bueno, bueno –prosiguió–, me tomaré vuestro cuchicheo como un no. Cosa que es una lástima, por cierto.
Encogió los hombros, hizo una mueca con los labios y miró a un lado. Nadie dijo nada y él permaneció en silencio. Segundos, minutos, hasta que una joven de ojos verdes le preguntó:
–¿Qué son las mariposas de fuego, buen señor?
El desconocido sonrió otra vez y saltó al suelo impulsándose con sus manos. Miró a la chiquilla y le respondió “¡Algo magnífico!”. Ella quería contestar, pero él se puso el índice derecho en sus labios, torció la cabeza para indicarle que no dijera nada y se acercó a ella para llevar el dedo a la boca de su interlocutora. Pero antes de tocarla puso la mano izquierda junto a la diestra y simuló un estallido agitando delicadamente sus dedos.
Sus miradas se cruzaron. El forastero sonrió pícaro y la muchacha se ruborizó.
–Las mariposas de fuego, las mariposas de fuego… –comenzó, como si dudase sobre si contarlo o no–. ¡Ay, las mariposas de fuego! ¡Qué ser más bello! –Clavó sus pupilas en el rubor de la joven de ojos verdes–. Si ustedes pudieran verlo… ¡Si ustedes pudieran verlo…! Pero para eso he venido; para describírselo aunque no me vea capaz de alcanzar su majestuosidad, aunque no me vea capaz de poder describir cómo sus alas, bañadas en atardeceres, se baten grácilmente con lentos movimientos, como si fueran pájaros que vuelan flemáticos, inalterables por las prisas del tiempo o el viento.
Repasó todos los semblantes, expectativos y llenos de un curioso entusiasmo, y prosiguió:
–¡Explosiones de colores! –Repitió el gesto de las manos, pero esta vez más exagerado, como la gesticulación de su rostro. Algunos creyeron ver unas chispas saliendo de sus palmas–. ¡Rojos amaneceres y chiribitas amarillas!, que brillan cuando estos seres eclosionan de sus crisálidas antes de fundirse en una llama naranja cuando sus alas son desplegadas. ¡Destellos de flamas recién avivadas! E incluso –El hombre iba de aquí para allá, agachándose y mirando a cada persona según narraba–, lumbres azules. Fuegos fatuos vivos, pues se tratan de los machos, bien raros y poco conocidos. Que vuelan solitarios –Sus ojos volvieron a encontrarse con aquellos que guardaban esmeraldas en su interior– hasta que una hembra logra encontrarlos y, entonces –Cogió la mano de la chica para acercarla a él–, se unen en un baile de aleteos donde, ambos, desatan todo el calor que guardan en su interior formando un pequeño torbellino. –Hizo que la joven diera una pirueta–. Un pequeño torbellino de ardientes tonalidades que no se trata de otra cosa que la persecución del uno al otro al unísono rodeando una rama según ascienden, con ella, al cielo antes de caer en picado –Soltó a la muchacha tras levantarla y chasqueó los dedos– y, en un último estampido –El vestido estalló en llamas con forma de mariposa–, depositar los huevos en aquel carboncillo que han creado. Muriendo ipso facto.
Se hizo el silencio de nuevo pero el extraño, en un ademán tierno, sonrió con la intención de subir los ánimos. Luego levantó su brazo e hizo un medio círculo extendiendo la mano abierta hacia las nubes, mirando también en esa dirección. El Sol quedó oculto tras su palma y los rayos se colaron entre los huecos de sus dedos, manchándole la tez de puntos relucientes.
–Desgraciadamente –Su expresión pareció ensombrecerse cuando la silueta femenina se deshizo en polvo–, son inalcanzables. Como la luz del día, se filtran por cualquier ranura para evitar su captura y, en el caso de que alguien las atrape o las aplaste, desaparecen al convertirse en fina ceniza.

[Cuento I de El vagamundos]

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