domingo, 17 de agosto de 2014

Una última ojeada

Su mano se posó sobre mi hombro en un suave gesto. Aspiré aire despacio y lo solté con la misma velocidad, ya había llegado la hora.
La saliva raspó mi garganta seca y la penumbra fue cerniéndose sobre mí. Ladeé la cabeza y ahí estaba: su larga túnica negra con una capucha que ensombrecía su apariencia pero que, al estar solamente oculta hasta la mitad, permitía ver aquellos dientes desgastados colocados en un cráneo sin labios.
Suspiré.
No hacía falta que dijera nada, ambos sabíamos qué tocaba. Mas una duda crecía en mi pecho. Y al final no pude evitar formularla:
–¿Por qué llevas esa máscara?
La presión del inicio se esfumó, me había soltado y parecía sorprendida. ¿Quizá no se lo esperaba?
–Déjame ver tu cara –le dije clavando mis pupilas en la parte que su capuz cubría.
Dio unos pasos hacia atrás y se apartó. El silencio invadió las tinieblas en las que estábamos sumidos y mi respiración menguó. Me quedaría poco para irme con ella o quedarme eternamente en ese paraje desconocido, en esa especie de limbo. Pero aún así, necesitaba saberlo.
–¿Por qué?
Su voz era suave, melodiosa. Distinta por completo a como pudiera haberla imaginado: áspera y ronca. Apagada, igual que la vida que con ella se llevaba.
Bajé la vista.
–Quiero verte.
Unos segundos de indecisión. Unos segundos de total inacción. Como si el tiempo se hubiera detenido incluso para nosotros mismos. Pero sus dedos, que dejaron de ser falanges, se movieron lentamente hacia su barbilla para subirla y permitirme ver su semblante que, pese a su lobreguez, era serio. Serio y bello. Pálido como su imagen de huesos.
Nuestras miradas se cruzaron. La mía llena de curiosidad. La suya llena de tristeza y oscuridad. Sus ojos, negros azabache, contenían una desolación digna de hacer perder la razón, de enloquecer a cualquiera que conociera la plenitud de los secretos que parecían albergar, la abundancia de visiones que debieron soportar.
Y nunca acababan. Eran como un pozo, un pozo sin fondo en el que morías antes de tocar el suelo, pues el pánico era quien se encargaba de destruirte después del sufrimiento.
–¿Por qué? –le pregunté–, ¿por qué, pese a tu belleza, llevas ese disfraz?
Titubeó. Sus mejillas, cadavéricas, se ruborizaron por un instante. Y su fina y pequeña boca se abrió para hablar. Pero no dijo nada. ¿Qué me iba a explicar que no supiera ya? ¿Qué me iba a decir más allá de que, cuando se es rechazada, tachada de monstruosidad, con una hermana a la que parecen adorar, no se puede hacer otra cosa que convertirse en aquello que se te otorga, mostrándote en esa horrible forma?
Sabía la respuesta. Y me la dijo sin palabras. Sólo con una sencilla mirada.
Sus ojos se entristecieron, aún más si era posible. Pero yo no quería verla triste.
–Acércate –le dije.
Y ella se acercó.
Su pelo, largo y oscuro como el firmamento, se deslizó por su delicado cuello en cuanto se inclinó para aproximar su rostro al mío. Nos miramos con sosiego y, tras cerrar nuestros párpados un momento, mis labios se fundieron con los suyos en un beso lento.

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