jueves, 21 de agosto de 2014

La chica que bailaba bajo la tormenta

Su cuerpo, que se ceñía al vestido blanco que transparentaba debido al agua, estaba empapado a causa de la incesante lluvia. Pero eso no parecía importunarla. Ella seguía dando vueltas y vueltas sobre sí misma, con la mirada al cielo y su perlada sonrisa rasgando sus sonrojadas mejillas. Como si los nubarrones en los que clavó las pupilas antes de cerrar los párpados fueran rayos de luz, rayos de luz encargados de iluminarla y darle el calor necesario para que el frío no la calara.
Los pezones de aquellos pequeños y tiernos pechos se marcaban en la tela, su vientre hubiera parecido desnudo si no fuera por aquella ligera capa que tenía encima, que emulaba ser una malla translúcida, y sus pies descalzos se manchaban cada vez más de fango al pisar los charcos que salpicaban sus elegantes muslos.
Erik notaba cómo su pecho crepitaba ante aquella visión, pero se mantenía a una distancia prudencial; no quería llamar la atención de la chica que bailaba bajo la tormenta. No quería interrumpir aquella danza que lo hipnotizaba. Y por ello se quedaba quieto, en el suelo, observando en el más completo silencio cómo los pasos de la muchacha se movían entre aquellos espejos acuáticos antes de ser rotos bajo su peso, fragmentándolos en mil gotas.
Debido a la situación le costaba respirar con normalidad. Era por ello que el joven debía coger bocanadas de aire a pesar de que el paladar le supiera a tierra. A tierra y sangre.
El sabor metálico descolocó su mente, pero lo ignoró, igual que cuando se pasó los dedos bajo su nariz y los notó pringosos. El espectáculo lo tenía demasiado cautivo con sus gráciles pasos.
Parpadeó un momento y recordó el viento meciendo su cabello justo antes de poder ver el primer relámpago a lo lejos. O eso le pareció por el trueno que retumbó a los pocos segundos, un tronido tan potente que le ensordeció los oídos con un agudo e insistente pitido.
Pero la imagen de la muchacha mojada era lo único que le importaba. Pese a las siluetas difusas que empezaron a correr frente a él, sombras borrosas entre las que continuaba el baile.
Hasta que notó sus brazos elevarse, como si una fuerza externa quisiera alzarle.
El muchacho se removió; no quería ser descubierto. Pero le fue inútil resistirse, las manos que sujetaban sus extremidades lo levantaron mientras creía escuchar cómo alguien le llamaba. Mas su mirada quedó fascinada en las delicadas facciones de la chica, que lo miraba.
Los ojos de ambos se cruzaron y aquella perlada sonrisa que rasgaba sus sonrojadas mejillas se tornó cálida. Él, como pudo, también sonrió. Y una punzada le golpeó el esternón. Creyó que era el corazón que, ardiendo, le fundía el torso para correr a los húmedos brazos de aquel recuerdo manifestado en mitad del campo. Pero antes de caer de nuevo al barro, el dolor que prosiguió al desconocido impacto le hizo ver cómo aquel vestido, empapado, era borrado junto a la persona que lo llevaba puesto. Desvaneciéndose la actuación sin que pudiera hacer nada para remediarlo, como sus compañeros tampoco pudieron socorrerlo a él, pues el miliciano se había sumado al resto de finados.

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