jueves, 7 de agosto de 2014

Fragmentos

Una espesa neblina te fatiga en mitad de la oscuridad. Mueves los brazos de forma lenta, perezosa, como si no tuvieras energía y tus párpados se niegan a abrirse por completo. Zarandeas la cabeza con tal de aclararlo todo, pero lo único que consigues es un repentino mareo. Y caes al suelo.
Tus rodillas, clavadas en una invisible superficie, tiemblan, incapaces de sostener el peso que aumenta en tus hombros. Te pones a cuatro patas y sientes cómo la carga se dispersa por la espalda, creyendo que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra y gritas.
Y las lágrimas caen de unos ojos muertos para humedecer el negro terreno. Unos flashes del exterior vienen ensuciados en bruno y contemplas a alguien aferrado a sus piernas en un rincón, apartado, desconsolado. Llorando por motivos que no comprendes hasta que, tras tu último chillido, mueres.

Caminas en mitad de una negrura con una niebla que todo lo embadurna. No sabes qué haces allí, pero según avanzas encuentras huellas dispersas. Un impulso automático te lleva a seguirlas y, cuando terminan, encuentras un pequeño saco. Pero algo te dice que no debes abrirlo. Así que sólo lo recoges para llevártelo, pues el mismo instinto de antes te indica que así debes hacerlo.
Y prosigues.
No hay sendero, ni indicaciones. Solamente tinieblas y bruma. Sin embargo, tú continúas.
Sonidos momentáneos te hacen replantearte tus actos. Te giras, das vueltas. Pero no hay nada nuevo. Y olvidas qué está ocurriendo. Hasta que un punto, que a lo lejos centellea, te cautiva como si fuera una luciérnaga. Una luciérnaga que pretendes atrapar para usarla como farol entre tus, ahora que las miras, agrietadas y secas manos.
¿Cuánto llevas divagando?
Niegas con la cabeza. No puedes distraerte. No puedes permitir volver a perderte. O eso piensas mientras corres hacia aquella luz atrayente.
Te detienes. Una cajita, pequeña y cuadrada, semienterrada por lo que parece polvo y arena, es lo que destella. Te agachas y la curioseas. No sabes qué hace ahí, ni de dónde ha salido. Pero, moviéndote por una curiosidad mecánica, la tocas con la yema del dedo índice. Y una chispa, fosforescente, salta en forma de nube. Antes de apagarse y fundirse con la calígine.
Y el cubo deja de brillar.
Miedoso, por lo que eso pueda acarrear, lo recoges y lo metes en aquel saco que olvidaste hacía rato. Aunque no lo ves; sólo te llevas la mano al omóplato y la caja desaparece. Como si nunca hubiera existido. Porque tampoco recuerdas qué ha sucedido. Simplemente te encuentras perdido, sin saber qué rumbo tomar. Sin saber realmente qué haces en aquel extraño y confuso lugar.
Y caminas.
Caminas, caminas y caminas.
Tus piernas se cansan con el tiempo y tu cuerpo, que olvida sus actos nada más guardar un cubo nuevo, falla por momentos. Y aún así persistes. Queriendo averiguar qué es lo que ocurre, qué es lo que instintivamente sigues.
Los hombros te pesan y los ojos se te cierran. Las fuerzas te fallan y la memoria hace ya mucho que no te acompaña. Y crees que ya no queda ni hay nada. Mas una intuición, un impulso que emerge de tu interior, te obliga a permanecer con la labor. Como si te fuese la vida en ello.
A pesar de que, en alguna ocasión, hayas visto de refilón un ligero reflejo en uno de esos desconocidos poliedros. Viendo así un rostro esquelético, demacrado por el agotamiento que conlleva el transcurso del tiempo. Oxidado por el abandono.
Pero a los segundos esa imagen es omitida, como si nunca hubiera sido vista.
Y vagabundeas.
Vagabundeas, deambulas y yerras.
Hasta que un día las rodillas te tiemblan, los párpados te pesan y sientes los hombros abrumados, sobrecargados por un peso ajeno. Los miembros ceden y, al final, desisten, derrumbándote.
Sientes cómo la enigmática carga se dispersa por tu espalda y crees que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra. Y gritas de desesperación y dolor. Pidiendo auxilio. Un auxilio que nunca será recibido.
Y el negro terreno se humedece con las lágrimas de unos ojos muertos.
Unos flashes externos, sombríos y nauseabundos, invaden tu pensamiento. Y contemplas cómo alguien, desconsolado y apartado, se aferra a sus piernas en un rincón. Llorando por unos motivos que te son incomprensibles hasta que, antes de chillar tu último alarido, levantas la vista al cielo y ves cómo un resplandor se alza des del saco. Un resplandor de sonidos, imágenes, sensaciones y sentimientos, de recuerdos desagradables que se apartaron para olvidarse. Pero su peso, su lastre, se hizo demasiado cargante. Y estalló, rompiendo tu intelecto y matando a tu guardián inconsciente. Quien, al poco, abrirá los ojos de nuevo. Sin comprender qué está sucediendo.



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