domingo, 8 de junio de 2014

Primero un disparo y luego silencio

Una pistola, dos hombres forcejeando y un cadáver en el suelo.

Quién hubiera adivinado que Erik, nada más llegar a casa, se encontraría con esa situación: su mujer frente a un desconocido con pasamontañas que la amenazaba con el cañón de un arma. Un cañón que disparó una bala nada más la puerta se cerró de golpe tras de sí.
No hubo gritos de dolor. Ni siquiera de desesperación por intentar salvarla. Solamente estupefacción. Todo lo había pillado de improvisto y su cabeza no parecía encajar nada.
El desconocido se giró y vio el rostro de Erik momentos antes de que éste, que al fin comprendía lo ocurrido, enrojeció y, temblando de rabia, se abalanzó sin dudarlo hacia el actual asesino. Lo empujó al suelo mientras las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, pero el desconocido lo agarró de los hombros y ambos cayeron mientras la pistola se escapaba de las sucias manos del homicida. Un puñetazo por la derecha. Otro por la izquierda. Erik golpeaba al extraño que se intentaba proteger la cabeza con sus brazos antes de propinarle un rodillazo en la entrepierna, librándose así de la víctima convertida en agresor.
Erik se retorció, tirándose a un lado. El desconocido escupió sangre al suelo y, jadeante, se levantó. Pero no tardó en volver a caer. El nuevo viudo pateó sus piernas como pudo para tirarlo de nuevo y, de esta forma, enzarzarse otra vez en ese patoso mano a mano.

Quién hubiera adivinado que Tom, nada más llegar a esa casa, descubriría que la esposa del hombre al que había venido a buscar se encontraría ahí. Él quería acabar con el asunto lo más rápido posible y esa mujer no tenía nada que ver con todo el meollo. ¿Qué culpa tenía ella de que su marido le hubiera jodido la vida tras despedirlo? ¿Qué culpa tenía ella de que su marido, al despedirlo, hubiera causado que su novia lo dejase, se hubiera quedado sin casa y todo lo que se llevaba a la boca proviniera de un comedor social? ¿Qué culpa tenía ella de que, desolado y con ese rencor creciente en su pecho, se viera obligado a empeñar hasta casi la última de sus posesiones con tal de poder comprar ese arma a un tipo que encontró en las calles? Ninguna. Esa mujer no tenía ninguna culpa.
Y ahí estaba: él frente a ella. Pistola en mano y silencio absoluto. Hasta que un portazo a sus espaldas lo asustó y, sin querer, apretó el gatillo como acto reflejo. Viendo cómo la señora, sorprendida, recibía el disparo y caía al suelo. Viendo cómo, al darse la vuelta, se encontraba cara a cara con Erik, quien parecía no caber en sí mismo. Y, aunque su antiguo jefe no lo reconoció por llevar el rostro oculto, la rabia que su mirada poseía era la misma que tiempo atrás había visto en su propio rostro cuando se miraba en el espejo. “¿Qué has hecho, Tom…?”, se cuestionó él al captar la situación mientras sus ojos se enrojecían, llorosos.
Pero no tuvo demasiado tiempo para pensar. Un golpe lo derribó y, para cuando se enteró de lo que estaba sucediendo, un puñetazo le cruzó la cara y su pistola se había deslizado hasta el cadáver.

En un vano esfuerzo por librarse de las manos del desconocido que, desesperadas, no paraban de arañarle la cara, Erik le quitó el pasamontañas de un tirón y ambos se apartaron. Tom tenía el labio partido y casi toda la cara hinchada por los golpes que había recibido. Erik sangraba por la falta de carne y piel en su semblante, que ahora no se hallaba en éste, sino bajo las uñas de su antiguo empleado.
No comprendía qué sucedía. Él siempre le había tratado con respeto. Tuvo que despedirlo por una reducción de personal que le mandaron desde arriba. Pero como le ocurrió a Tom, les ocurrió a diecinueve personas más. No era culpa suya.
Erik se tocó el costado y empezó a toser. En la trifulca había recibido otro golpe ahí y, ahora que la cosa parecía haberse calmado y la adrenalina no era tan presente en su organismo, empezaba a dolerle todo.
El ex-empleado observaba silente, dudando sobre qué hacer. Pero sabía que pocas alternativas tenía ya. Había matado a una persona. Una persona amada por otra, otra que se encontraba allí con él y que no le dejaría irse tan tranquilo. Sabía que tarde o temprano volvería a embestirle y la pelea proseguiría. Sabía que la cosa ya no podía terminar bien de ninguna manera.
Suspiró, casi en un llanto ahogado, y tragó saliva mientras observaba de reojo su única posesión, dispuesta en el suelo.
El hombre del traje rasgado se fijó de inmediato en las intenciones de su antiguo trabajador y miró también la pistola. Levantó la vista y la mirada de ambos se cruzaron, diciéndose todo lo que debían decirse sin mediar ni una palabra.
Los pobres desgraciados no dudaron más; se tiraron hacia el cuerpo difunto de la mujer con tal de apoderarse del arma y, tras un brusco forcejeo entre cuatro manos, un disparo marcó el silencio definitivo.

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