sábado, 29 de septiembre de 2012

Todo tiene un principio

¡Buenos días, tardes, noches (dependiendo de cuando lo leas), estimados lectores!
Hoy empezamos, al menos por aquí con un día lluvioso desde buena mañana y esto parece ir a largo (aunque bueno, siendo franco, a mi la lluvia siempre me ha gustado).
Bien, bien, hoy les traeré un breve relato que escribí hace tiempo. Este es de un ámbito más realista que los dos anteriores y, quizá, haya a alguien que no le guste, lo comprendería, al igual de que es posible que haya personas que le gusten más algunos relatos que otros. Es lógico; para gustos los colores.
Y bueno, a continuación les dejaré el escrito, el cual me estuvo rondando la cabeza una novela (la cual actualmente solo se encuentra en mi mente, no está redactada como otras) que puede llegar a ser algo "fuerte", aunque tranquilos, este fragmento apenas lo es.
Así que lo prometido es deuda, aquí os lo dejo:


Me desperté, sudoroso, pues ayer había tenido una noche movidita y eso hizo que volviera a tener una de las pesadillas que antes me frecuentaban, la noche en la que murió mi padre o, como dice la gente, en la que yo lo maté.
No fue mi culpa que él se abriera la cabeza, más bien, se lo merecía.
Ese día había estado buscando más maneras para provocar mi ira desde buena mañana, debido a la resaca de la borrachera que cogió por la noche, como siempre. Desde que mi madre desapareció o, como él dijo, le abandonó, cada noche iba a beber, quizá para olvidarla, quizá para olvidar algo que dijo, quizá para olvidar lo que pasó, quizá, simplemente, para matarse de una manera lenta.
Según él yo era el culpable de todo, me odiaba, se notaba en sus ojos, la rabia con la que me miraba, con el desprecio que me hablaba, era una decepción, sin motivo, para él. Nunca hacía nada que mereciera su aprecio después de que mi madre desapareciera o, como él dice, nos abandonara. Antes era un buen padre, un padre modelo, quién hubiera dicho lo que, en un solo día, puede cambiar una persona.
Mi padre era, ahora, después de que mi madre desapareciera o, como él dice, nos abandonara, un ser despreciable, una persona que merecía desaparecer, como yo digo que pasó con mi madre. Una persona que, si debía pasar así el resto de sus días y, yo, seguir a su cargo, debía dejar este lugar, este mundo, en definitiva... morir.
Yo ya era casi adulto, o eso me consideraba a pesar de que mi padre dijese que era un crío. Para el resto del mundo era un adolescente rebelde, normal al tener 15 años.
Pero bueno, como dije, mi padre tenía resaca de la borrachera nocturna, pero esta vez desde buena mañana ya se veían sus intenciones.
Cuando bajó al salón, de buena mañana, a las ocho creo recordar, hora en la que yo desayuno tras vestirme para, quince minutos después, dirigirme a mi institución que, más que un lugar público donde enseñan parece un lugar más siniestro. No, un internado no, sino una cárcel, o peor. Un sótano. Un sótano oscuro en el que estás encerrado y tú, cautivo, en este caso un grupo llamado profesorado, te dice cosas, no importantes, ya que si no las podrías usar en su contra, sino cosas para lavarte el cerebro y hacer que seas un borrego más de esta cosa que llamamos sociedad. Sí, era un sótano donde lavaban la mente a jóvenes, borrando sus esperanzas y diciéndoles que no llegarían a nada en esta vida, aunque se pudieran equivocar. Muchísimo.
Pero bueno, mi padre bajó por las escaleras, con unos tejanos y una camiseta blanca sin mangas. Tenía los ojos rojizos, seguramente de la resaca. Iba con una barba de dos o tres días y despeinado, para variar, con su pelo corto y castaño con alguna que otra cana asomando por la parte superior de sus orejas. No era gordo precisamente, se mantenía en forma, pero no por cuidarse, sino por su complexidad, cosa que, al menos, adquirí yo también. Quizá lo único bueno que adquirí de él.
Me miró con desdén desde su posición alzada y dijo, simplemente, "Café. Ya." a lo que me levanté de mi taburete y serví una taza blanca en la que decía "Al mejor papá", regalo que le hice cuando tenía cinco años. Aunque ahora lo de mejor se había ido borrando de las continuas lavadas, dichosa la casualidad.
Tras llenar la taza, la dejé en la mesa rectangular y volví a mi sitio, donde seguí con mi desayuno de tostadas con mermelada de arándanos junto a un zumo de pera y naranja, un zumo delicioso, pues era ácido cuando tocaba la punta de la lengua, luego pasaba a ser amargo, haciendo que salivaras, cuando empezaba a recorrer tu lengua y, para finalizar, tenía un sabor dulzón que te embriagaba a beber más. Delicioso.
Pero bueno, mi padre había desaparecido de mi campo de visión, no vino a la mesa, simplemente había ido a otro sitio. Supuse que había ido al baño pero, al escuchar los ladridos de mi perro, un ser que había tenido apenas hacia unas semanas, un animal que había querido mucho más que a mi padre al largo de estos años, supe qué iba a hacer ese cabrón. Supe que iba a desahogarse con él, ya que conmigo no obtenía la satisfacción de escucharme suplicar y pedir que parase, no. Yo ya me había acostumbrado.
Corrí afuera, donde mi pequeño husky tenia su casita. Un husky muy bonito por cierto, barriga blanca, como su morro y las patas y el resto iba de gris a negro, según iba subiendo del blanco, iba oscureciendo, pues cuando más cerca del blanco era más grisáceo claro, hasta volverse blanco y cuando más alejado, más oscuro, hasta volverse negro. Tenía los ojos azules, como yo, a excepción de que los míos tenían algún que otro tono marrón y, en la oscuridad, eran totalmente marrones, se necesitaba buena luz solar para verlos azul marino, como los de mi madre.
Corrí hacia allí y vi a mi padre, cogiendo al cachorro por el pescuezo. Se giró, para mirarme, seguramente por el hecho de escucharme correr. Me enseñó el perro y lo lanzó al suelo para empezar a patearlo. Yo lloré de rabia, observé como mi pequeño intentaba caminar hasta mí, pero que de una patada, mi padre, lo hacía retroceder. Yo me quedé quieto, impotente, hasta que recordé.
Entré en casa, gritando que se iba a enterar y, tras romper unos cristales, mi padre entró exaltado para ver, como yo, con su mejor palo de golf, rompía la estantería donde guardaba los trofeos de los que se sentía tan orgulloso de su época del instituto. Le miré de reojo y le solté un "Por hijo puta.", cosa que colmó el vaso y me embistió, tirándome al suelo para empezar a pegarme y patearme. Yo en lugar de defenderme seguí machacando sus trofeos como pude, hasta que me quedé sin fuerzas, sangrando por la boca y con mis ojos amoratados. Creo que también me partió la nariz. Luego me cogió del cuello de la camiseta, me miró, me escupió y me soltó, haciendo que me diera un cabezazo contra el suelo.
Me desperté media hora después, con mi pequeño a mi lado, lamiendo mi mejilla acurrucado a mi pecho. Lo miré y sonreí como pude. Ese día no pensaba ir a clase.
Tras lavar a mi pequeño conmigo, me dirigí hacia el veterinario al comprobar que mi padre se había ido a trabajar tras recoger sus trofeos, sin tocar su café.
Allí me atendieron de inmediato. Tom, el veterinario sabía lo que me ocurría, era el único que me comprendía. Era el único que escuchaba a este joven de pelo castaño claro de metro sesenta. Era el único que me trataba como a un igual.
Tom, tras curar a mi cachorro, me atendió como pudo a mí, cosa que solía hacer, ya que no podía ir al hospital, pues no tenía seguro.
Él siempre me decía que sería bienvenido en su casa si algún día decidía abandonar a mi padre, que se encargaría de todo, pero yo no podía irme, sabía que si me iba, él, mi padre, se encargaría de que volviera a estar bajo su tutela. Fuese como fuese.
Me quedé a su casa a comer y, tras despedirme por la tarde en un abrazo entre lágrimas sinceras, me fui a casa.
Llegué cuando faltaba poco para el atardecer, donde el sol se escondía para dar paso a la noche y, para variar, mi padre aún no había llegado.
Subí a mi habitación, me tumbé en la cama y di de comer a mi pequeño sin nombre, pues no había tenido tiempo a ponerle, y ninguno parecía el adecuado para él.
Mientras lo alimentaba escuché que la puerta de la entrada se abría y se cerraba de golpe. Ya sabía que había pasado.
Otro despido.
Y eso le hacía emborracharse más temprano, volver a casa más temprano, beber una última cerveza en el sofá y tener tiempo a que me diera una paliza que, para su suerte, podría fracturarme algo para que le hacía sentirse mejor con él mismo.
Aunque hoy, la cosa era distinta. Sí, escuché que abría la nevera a por la cerveza, pero al cabo de nada empezó a subir las escaleras, según los pasos que escuchaba, y, al subirlas, siguió el pasillo recto hacia mí habitación, la cual quedaba al final de éste.
Abrí y le miré con desprecio. Él sonrió con malicia, levantó la botella e intentó golpearme la cabeza con ella, pero yo, simplemente, puse el brazo de por medio. Me defendí. Cosa que le enfureció e hizo que me cogiera de los hombros, y yo de los suyos. Forcejeamos, acercándonos a las escaleras.
Me puso contra la pared, cercano a la escalera y parecía que me fuera a arrojar, pero entonces vino mi pequeño, corriendo, para morderle el tobillo, desgarrándoselo. Cosa que hizo que cayera de rodillas. Yo aproveché el momento y le di un rodillazo en toda su mandíbula, escuchando el crack de sus dientes partirse.
Alzo la mirada. Su despreciable mirada.
<<Ojalá nunca hubieras nacido. Ojalá hubieras muerto como la puta de tu madre.>>
Esas palabras me cabrearon. Muchísimo. Iba a golpearle hasta dejarlo inconsciente, pero mi pequeño actuó antes que yo, como si supiera lo que hubiera pasado a continuación y, que yo, no me llevara ninguna culpa por mis futuros actos.
Saltó hacia su cara, arañándolo y mordiéndolo, haciendo que mi padre gritara. Y cayó, de lado, hacia las escaleras, sujetando a mi pequeño para que cayera con él.
Todo pareció pasar muy lento tras ver como caían y, como mi padre, tras dar una voltereta, bajando, dejaba un hilo de sangre, aunque luego comprobé que la sangre provenía de su cabeza.
Corrí hacia abajo, cayendo de culo al tropezar con la resbaladiza sangre. Para coger a mi pequeño. Tenía una pata rota, pero peor que antes, el hueso se le salía de la carne. Debía llevarlo al veterinario, pero estaba cerrado y Tom quedaba a tres calles más abajo.
Mi padre levantó la cabeza como pudo, me escupió. Luego su cabeza cayó de golpe, en un sordo golpe, dando a entender que ya había dejado este mundo. Acerté, su pulso se había detenido. Y, yo, no pude evitar esbozar una pequeña y amarga sonrisa.
Tras eso corrí. Corrí abajo, hacia la casa de Tom. Corrí sin parar, supongo que por la adrenalina, y al final llegué. Nada más llamar a la puerta, la mujer de Tom me recibió y, cuando iba a abrazarla, me desperté del sueño. De la pesadilla. Del recuerdo.


NOTA: Este relato tendría una pequeña parte previa en el escrito original, al igual de que en la novela esta claro que no acabaría aquí, al igual de que pasarían cosas antes de llegar a este punto, pero ya lo veréis cuando tenga tiempo y me ponga a ello.
Por cierto, no siempre los relatos irán al por mayor. Entiendo que por el momento los relatos que voy publicando van de menor a mayor longitud, pero eso se debe a que estoy publicando por el momento algunos que ya tengo, otros que tenía en borrador y así, pero iré variando. A lo mejor publico algo largo el sábado como que el lunes publico solo un microrrelato o algo breve. Supongo que es comprensible.


¿Y bien? ¿Qué les parece? Espero que les haya gustado.
Si es así, ya saben, pueden comentar lo que les parezca abajo y, además, entre hoy y mañana, quizá ponga la opción de que podáis votar lo que os parecen las entradas~

¡Un saludo y hasta pronto!

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